15 de noviembre de 2009

Los fusilamientos de León Suarez...

“El Cementerio de los Libros olvidados”



Historia de Grosso



Estaba seguro. No podía ser así. Marchese estaba maca­neando. Era un viejo miedoso. Claro que, pensándolo bien. . . Sa­carlos así de la comisaría. Meterlos a esa hora en un camión.

Pero no podía ser. Claro que no. Y sin embargo, ya no iban por el asfalto de la ruta. Saltaban como títeres, tratando de afirmarse en los fierros del techo para no golpearse. Se notaba que andaban por un camino de tierra. Probablemente habían entrado por un callejón. ¿Por qué no seguía el camión por el asfalto? Era raro. Era casi como para creer al viejo Marchese. Pero no podía ser. Esas cosas ya no se hacían. Eran de la Historia de Gros­so. Se acordaba de los grabados de aquel viejo libro de historia de quinto grado, con la señorita Agüeda. "Fusilamiento de Liniers en Cabeza de Tigre". Y unos tipos, sacando pecho frente a unos soldaditos de juguete. "Fusilamiento de Manuel Dorrego". Y un morocho borrado por una nubecita blanca que salía de los fusi­les paralelos...

Si era verdad lo que había dicho Marchese, a lo mejor, también él salía en la historia alguna vez. Jugaba con la idea y le parecía bastante alentadora. "Fusilamiento de Cardozo y sus compañeros, en junio de 1956". Y se veía a sí mismo sobresa­liendo entre los quince o veinte detenidos, con una cara como de gritar "viva la patria" o alguna cosa bien machaza. Hasta quiso acordarse de algunas célebres últimas palabras, por las dudas. Pero sólo pudo recordar aquello de "viva mi patria aunque yo perezca" y "muero contento, hemos batido al enemigo". ¿Quién las habría dicho? San Martín, o Belgrano, o el virrey Sobremonte, ese que rajó con la plata. Pero no servían para el caso. Y de repente, toda esa gloria de texto elemental de historia se esfumaba. Porque Cardozo iba en camión, de noche, y no había soldados con bonitos uniformes sino unos policías medios dor­midos.





Nadie hablaba. Todos estaban ocupados en seguir los bar­quinazos como si fueran jinetes de un potro salvaje. Hacía mucho calor en el camión, pero a la altura de los pies se filtraba un cuchillo helado que cortaba 1os talones. El que estaba al lado de Cardozo, un morochito con campera de franela, tenía un olor a transpiración vieja, renovada ahora por el miedo. Cardozo no lo conocía: seguramente no había estado en las conversaciones. El morochito hacía un ruido raro con la garganta, como si gimiera a cada salto del camión. Cardozo se examinaba a sí mismo y esta­blecía, con una cruel satisfacción, que no tenía medo. Sólo curio­sidad. Una curiosidad que por momentos, era tan fuerte, que se le convertía en angustia. ¿Tendría razón, nomás, el viejo Marchese?

-¡Nos sacan para matarnos, muchachos! ¡Nos matan en serio, nos matan como perros! -y la voz se le quebraba al viejo mientras iba subiendo al camión, en el patio de la comisaría.

A Cardozo le había parecido ridículo que Marchese dijera esas cosas. Si los iban a matar, ¿para qué hacer crecer el miedo anunciando la muerte? ¿Por qué no se callaba? Así se lo había dicho. Con rabia, mordiendo las palabras, mientras se acomoda­ban en las banquetas del costado.

-¡Cállese, cagón! Si nos llevan para liquidarnos, que vean, por lo menos que no nos mojamos los pantalones. ¡Cállese y estése quieto!

Y allí había quedado el pobre viejo, retorciéndose las manos y mirando a todos con 1os ojos redondos. Cardozo se había sen­tido orgulloso de sí mismo. Pero después, ya andando por ese camino que nunca acababa, le pareció que se había portado como un compadrito. Total, de qué valía portarse corajudamente. Ma­chos o mariquitas, si los mataban se morían lo mismo. Y ade­más-ahora pensaba- ni siquiera se podía tomar el aire de las figuritas de la Historia de Grosso. En esos grabados los héroes estaban enmarcados por unos árboles lejanos y una nubecita oportuna navegaba sobre las cabezas y había soldados con boto­nes y charreteras. Pero ellos eran unos pobres desgraciados, con­ducidos como ovejas hacia un destino desconocido, en la fría noche del suburbio.

Seguía el camión cabeceando a través de una infinita oscuridad. Ni un agujero en la lona para espiar el rumbo. Todos meti­dos en esa negrura, con las caras tocándose, las piernas golpeando el piso en cada salto, mareados por el vaivén. Parecía un colec­tivo completo -pensaba Cardozo- y se rió un poco en la oscu­ridad y sintió que el morochito de la izquierda se daba vuelta, como sorprendido.

Parecía un colectivo. ¡Tantas veces había vuelto de la fábrica apretujado entre otros pasajeros, las piernas encogidas y hacién­dose el zonzo para no tener que ceder el asiento a alguna señora! Es gracioso, ¿no? que uno haya andado así, en la misma postura, tantas veces de vuelta a casa, y ahora vaya también así, camino a la muerte. . .

Camino a la muerte. . . Cardozo se sorprendió de ese pensa­miento que se le había colado clandestinamente. ¡Estaría bueno hacerle caso ahora a Marchese! Pero Cardozo ya no se resistía. Casi estaba deseando que fuera verdad. Nada más que para verle la cara al viejo. . . Pero no: era imposible. Eso era historia anti­gua. Historia de Grosso.



Se hacía largo el viaje. Igualito al colectivo. Ese 307 tan familiar, que formaba parte de su vida como la medallita de la Virgen de Luján que llevaba al cuello desde siempre; o el reloj pulsera que compró con el aguinaldo del año pasado. Como Boca o el buzón de la esquina. Apurate que viene el 307. Me voy, muchachos, porque se va el último 307. A lo mejor, en ese momento andaba por ahí alguno de los colectivos que tanto conocía: ese con el retrato de Gardel en el espejo o aquel otro, todo nue­vito, niquelado, que manejaba el Mingo. Pero no: el último 307 pasaba a las 0,30 y debían ser como las cinco de la mañana.

Si esta fuera una noche como cualquiera, todavía faltarían dos horas para levantarse. Dos horas y rrriiin, el despertador. -¡Pucha digo! -Negro, levantate... Abandonar la catrera ti­bia, ir a la cocina, tomar unos matecitos -cuatro o cinco, no más, ¿sabe?, porque si no me patea el hígado- cruzar al fondo para lavarse un poco, vestirse, decide chau a la patrona y tomar el 307.

Pero Cardozo no quería pensar en Carmen. Sólo quería pen­sar en el 307, en los muchachos, en el sindicato, en ese perro de Dabrovich, el capataz -le voy a romper el alma cualquier día-­ pero no quería pensar en Carmen. ¡Pobre vieja! El susto que se daría. No le había dicho nada esa noche.

-Voy un rato al café. . . -Hace frío, Negro. -No vieja, me pongo el sobretodo y vuelvo en seguida. Y Carmen se había quedado tan tranquila, como tantas otras noches, cuando Cardozo salía. -Me voy por un asunto del sindicato.-Ufa, Negro, vos y tu sindicato, no hacen más que perder el tiempo...

-Vos no sabés, vieja, el sin­dicato es...-¿Qué es, vamos a ver, qué es? -Es... ¡fenó­meno! -Alguna vez voy a ir yo también a ver si es el sindicato o alguna rubia... -Pero, vieja, si yo tengo rubias a monto­nes... -Callate, Negro macaneador. No vuelvas tarde. -No viejita, dormite no más.

Como tantas otras noches. Pero esta vez no quiso decide nada del sindicato. Era demasiado grande la ocasión para mezclarlo al sindicato. -Me voy al café, vieja. -¿Vas a ver la pelea? -Sí, un rato. -¿Gana el argentino? -Qué se yo, vieja, cual­quiera puede ganar.



Cualquiera. Esa noche podía ganar cualquiera. Hasta ellos podían ganar, había pensado Cardozo mientras esperaba en el depósito de la carbonería. La suerte salta para cualquier lado. ¿Por qué no podía arrimarse a estos veinte hombres silenciosos, tensos de ansiedad, que esperaban y esperaban? Se fueron haciendo largos los minutos. Hacía frío. Cardozo tenía ganas de orinar. Pero la consigna era no hablar, no moverse, no fumar. Cuando llegara el delegado, toda esa mordida angustia estalla­ría. Podrían salir, gritar, disparar tiros, quemar cosas, sentirse hombres, liberarse.

Pero el delegado no llegaba a la carbonería. A medianoche apareció una camioneta de la policía. Los arrearon a todos, des­pacio, sin empujones, casi cortésmente. Hicieron dos o tres tandas y los llevaron a la comisaría. Era noche de esperar, por lo visto. En los bancos largos de la sala de guardia estuvieron horas…



Había una luz cruda que cavaba sombras de insomnio en las caras de los hombres. Hablaban en voz baja.

-¿Y ahora? ¿Qué pasa ahora?

-Qué sé yo... Estamos jodidos.

Después, el camión. Fue entonces cuando Marchese empezó a gritar como loco. Pero claro, no podía ser. No podía ser que los mataran. ¡Pobre Carmen! Qué pensaría cuando la noche se

, fuera pasando sin que él volviera... ¡Qué macana! Tiene que haber fallado todo el asunto para que nos lleven así al matadero. ¿Tendrá razón Marchese?

Paró el camión. ¡Abajo todo el mundo! Los faros de un coche detenido atrás les asestaba un puñetazo de luz en los ojos.

Parpadeando, Cardozo trataba de ver ese borroso paisaje: unos charcos, una sombra grande al costado, como un ran­cho o un montecito de eucaliptos.

Los hicieron caminar de frente hacia la noche. Allí empezó la desbandada animal, como un alarido que se desgarra de re­pente. Y también el fusilamiento. Pero no limpito, con la cerrada y limpia descarga de la Historia de Grosso, sino tartamudo de ametralladoras, roñoso, con llantos de hombres y... ¡ay mamita! y puteadas y muertes sin historia y perros lejanos ladrando un responso atorrante y suburbano.



Félix Luna, (1925-2009), escribió este cuento en 1964. En él dramatiza los hechos sucedidos en un basural de José León Suárez la noche del 9 de junio de 1956.



Hasta allí fue trasladado un grupo de militantes de la Resistencia Peronista que estaba esperando en una casa de la localidad de Florida que se difundiera por radio la proclama del levantamiento armado organizado por el General Valle, en contra de la llamada Revolución Libertadora. También había en el grupo personas ajenas a este hecho que solo estaban escuchando las alternativas de la pelea entre el argentino Lausse y el chileno Loaysa.

Los detenidos fueron llevados en camiones y obligados a correr en el medio de la noche, mientras la policía los baleaba por la espalda.



La obra de la investigación de Rodolfo Walsh realizada en el mismo año 1956, “Operación Masacre” cuenta en detalle todo ese episodio. La oración “Hay un fusilado que vive” con la que Walsh inicia su obra se constituyó en un símbolo del periodismo de investigación en la Argentina.



Félix Luna cuenta esa historia terrible desde la incredulidad de una de sus víctimas. Y para todos los lanucenses (o lanusenses), nativos o por opción, el cuento tiene un plus: el protagonista es un vecino que suele tomar el colectivo 307, que no es más que la vieja denominación del 37 que sigue, como siempre, haciendo su recorrido entre Lanús y Ciudad Universitaria.

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